miércoles, 28 de enero de 2009

El beso prohibido.

La sensación de vacío le corroe. El sentimiento de culpa rebosa su alma y por defecto, las ganas de huir le invaden. La agresividad se expresa como arma de defensa y a su vez, es un billete de ida sin regreso al odio.

Se pregunta a sí mismo el porqué de muchos dilemas, el porqué de tanta insensatez y finalmente decide mostrar su corazón. No hace caso a la razón y sonríe. Quizás sea esa su leyenda personal, de la cual conoce su existencia a través de libros pero no encuentra el camino. Un rebaño de ovejas quizás, o un viaje por el mundo le devuelvan la sensatez que antaño tuvo.

Busca y revisa mil y una formas de empezar. Dicen que empezar algo es lo que más cuesta, probablemente mantenerlo le cueste aun más. Pero lo hace. Se libera de sus cadenas que tantos años han oprimido sus muñecas y se marcha. Una sensación de felicidad extrema le invade corazón y alma. Pobres encadenados piensa al ver a la muchedumbre andar a diario a su trabajo, una vida aparentemente feliz y encarrilada, efectivamente, pero con destino al fracaso espiritual.

Son las siete de la mañana y el muchacho se extraña al no sentir su despertador. Lo despierta la paz y la serenidad que siente desde hace años, desde que abandonó ese tren al fracaso. Contempla como asoma el sol tras la panza del mar, allá en el lugar donde cielo y mar juntan sus labios con intención quizás de conocerse en profundidad, mucho más allá del reflejo que produce uno en el otro. Mirando esa imagen imagina en su mente a millones de peces volando por el inmenso cielo y a su vez, centenares de aves nadando entre nubes de agua. Es entonces cuando comprende que su leyenda personal le acompañó siempre y que ha necesitado un mundo invertido para comprenderla.

Con una ligera sonrisa recuerda como muchos inviernos atrás, sentado en la mesa de un bar, la sensación de vacío llenó su espíritu. Como abandonó su tren creando su billete de regreso. Con ese distante pensamiento se transforma en ave y pez, salta sobre su leyenda, agita su ala y mueve su aleta y se acerca, no sé si volando o nadando, al beso prohibido.

martes, 13 de enero de 2009

Fragmento.

Recuerdo la última vez que te vi. El verano aun no había llegado a Granada y el termómetro anunciaba una época calurosa. Llevabas el pelo a media cintura, de un color oscuro espeso, suave al tacto y ondulado. Repaso con detenimiento todas aquellas formas que el viento provocaba en tu pelo, como te ocultaba parte de tu cara tras el. Llevabas unos vaqueros ajustados, recortados a la altura de la pantorrilla, conjuntados con una blusa roja al igual que tus zapatillas. Tarareabas una balada dedicada a la tierra, a Granada y sonreías cada vez que te pedía al oído que cantases en voz alta. Aquel día me dijiste que lo dejarías todo por quedarte allí conmigo. Aquel día soñabas con escapar de tus lazos usuales. Aquel día me dijiste que me querías, sentí que me querías. Aquel día tus ojos eran marrones, marrones y muy claros, como la tierra que contemplábamos al atardecer.

martes, 6 de enero de 2009

Fragmento de un relato inacabado

Francisco Ramiro Moreno tenía ya más de ochenta años en 1999. Hoy, en su nonagésimo cumpleaños, apenas podía contar con los dedos de las manos el número de nietos y bisnietos que sonreían delante de él. Se esbozaba una sonrisa en su rostro y algunas lágrimas de felicidad caían por sus mejillas arrugadas. Hoy, a los noventa años, era un hombre feliz.
La gran multitud familiar que lo rodeaba, lo besaba y lo acariciaba, le sonreía, le hablaba, le fotografiaba, se veía incluso más feliz. Todos cantaban al unísono aquél ya viejo “cumpleaños feliz”, algún que otro “feliz, feliz en tu día”, mientras Francisco pensaba que ese día no pertenecía solamente a él, si no a todo y a todos que nueve décadas habían dejado atrás.
Por primera vez desde que había llegado a ese local engañado, pensando que iba a visitar a un viejo amigo que efectivamente allí estaba, se fijó en la decoración preparada. Globos por todas partes, carteles con grandes letras, desde felicidades yayo a Paco es cojonudo. Todos eran importantes, todos ni uno más ni uno menos.
Francisco Ramiro Moreno había perdido el pelo de muy joven, ya no recordaba su cabeza con este. De joven había sido un hombre alto y corpulento, atractivo, de ojos verdes azulados y ancha nariz. Pero el tiempo hace estragos en todo ser, él no era partidario de todos esos potingues que supuestamente son milagrosos y rejuvenecen hasta la momia de cualquier faraón egipcio (él hubiese preferido decir la momia de su mujer), aceptaba el tiempo en todos sus aspectos, en lo bueno y en lo malo, en lo agradable y en lo doloroso, en la vida y en la muerte. Lo aceptaba todo. Su vida lo había preparado para ello.

-Vamos a repartir tarta de queso- dijo su nuera Isabel- . Pero antes, Paco ¿te ves capaz de apagar tanta vela?
-Y más-dijo Francisco con voz débil entre risotadas. Se incorporó de su silla, dio tres pasos, se acercó a la tarta, miró las noventa velas perfectamente colocadas y se desplomó.


Despertó sudoroso, jadeando como si llevara media vida corriendo, persiguiendo a alguien quizás. Miró a su izquierda y no encontró a Lucía, su mujer. Se dio cuenta que no estaba echado en su cama, aunque tampoco lo que veía era desconocido. Quizás lo había olvidado durante años, por miedo o por quererlo hacer desaparecer.
Se encontraba derribado entre yerbas y excrementos de caballo que veía como estiraban carretas llenas de jóvenes soldados.

domingo, 4 de enero de 2009

Lluvia de abril

Aquél mes había nacido frío y había muerto congelado. Las calles de esa ciudad despertaban y dormían a diario, bajo un manto de escarcha.

Abril esperaba bajo la lluvia en una solitaria parada de autobús. Lejos quedaban ya los momentos de calor. Su corazón había ido a filas, a combatir contra el frío de la ciudad que lo acabó cubriendo. Ya no sentía ni padecía, mucho hubo de soportar. En el recuerdo, perdido en aquella parada de autobús, se dibujaban los contornos de todo lo conocido. Solo eso, contornos.

Pero abril si que recordaba algo, recordaba una semana de hace tres años. Resonaba en su ir y venir de dudas, los nombres de aquellos muchachos, el de un chico y una bella mujer. Bajo la lluvia, sonreía al inmortalizar en su vieja mente la imagen de ellos dos sobre aquél escenario barcelonés, sobre aquellas sillas de escenario, sobre aquellos nervios incontrolados. Sonreía al descubrir sus risas, sus miedos. Sonreía al oírlos hablar, al oírlos recitar. Sonreía al pensar que quizás tubo algo que ver en su destino, que quizás él los unió, que él permitió su encuentro.

Y la verdad, esos muchachos debían mucho a abril, a sus días de calor, a sus días de lluvia y, sobretodo, a sus días de poemas. Lejos quedan ya aquellos días, ahora recuerda en esa parada de autobús aquellos contornos. Contornos que no pasarán de ahí, ocultos tras la lluvia de los ojos de abril.

Cómo canicas

Llovía. Salió del trabajo un poco antes que de costumbre. Abrió la puerta de su viejo Mustang del 65 color negro matrícula californiana y condujo tranquilamente hacia el Este. Tenía claro lo que iba a hacer y como lo iba a hacer, así que simplemente buscaba el lugar perfecto.

Condujo durante casi dos horas. Atravesó el estado de Nueva York y se detuvo en Vérmont. Había llegado hasta allí sin ningún contratiempo. Se bajo del vehículo, abrió el maletero, recogió dos bolsas grandes e introdujo una más pequeña en el bolsillo interior de su americana. Se deshizo de aquellas pesadas bolsas y volvió a conducir. En estos momentos no tenía en mente otra cosa, debería abandonar Nueva York, su trabajo, amigos y familia.

Ya oscurecía, a pesar de que el día no había sido claro debido a las fuertes lluvias de otoño, cuando llegó al condado de Sullivan County en Nueva Hampshire. Allí había pasado su infancia y recuerda con especial indiferencia los días de acción de gracias cerca del lago Winnepesaukee. Se sentía solo, abrió la pequeña bolsa de su americana y la acarició con suavidad. La abrió lentamente, recordando por momentos, allí estaban. Los hizo rodar por sus trémulas y delgadas manos como si de pequeñas canicas se trataran y los volvió a guardar. Definitivamente estaba solo.

En el fondo te aprecio.

En el fondo te aprecio.
No te lo digo nunca pero
tampoco te lo oculto.
Tú apasionado del té y del café
eres una persona sensible a la par de inteligente.
Tú como persona joven que eres
has conocido más mundo
que cualquiera mayor que tu.
Lo aceptas o lo rechazas
pero lo compartes y eso
me hace aprender.
Tú vives de una forma
completamente distinta a mí.
Por ello no te discrimino,
no te acuso, ni te rechazo.
Me gusta tu forma de vivir,
tu forma de sentir, tu forma de comprender,
asimilar y como consecuencia aceptar.
Creo que es cierto,
en el fondo te aprecio,
tengo que aceptarlo.